LOS 125 HIJOS DE MAMA JANE
JAVIER BRANDOLI (EL MUNDO, Suplemento YO DONA, 01/02/2014)
Fotos: Javier Corbo López
Jane Orifa Zadock pasó de tener un piso de tres habitaciones en Nairobi, la capital de Kenia, dos coches y dos terrenos a poseer solo una chabola en uno de esos vertederos del mundo en los que tanta gente sobrevive. De criar a siete hijos biológicos, de los cuales murieron las tres niñas y un niño, a encargarse de 125. De su nombre largo a uno corto y reconocible, Mamá Jane. La historia de esta mujer de 53 años, de cuerpo alto, delgado y mirada alegre, se entiende solo desde el entorno. Ella vivía en el tercer piso de una buena casa de cemento, y era vecina de miles de personas hacinadas entre montañas de basura con sus casas de lata o cartón. En África, el primer logro del progreso es conseguir que tu vivienda tenga una pared de la que colgar un cuadro. Un lujo por estos lares para no arder mientras se está durmiendo.
"La ONG española Aztívate les suministra alimentos y les enseña a controlar los gastos"
La distancia física entre el mundo de Jane Orifa y el de sus vecinos era estrecha, una calle larga y angosta que separaba la aceptable clase media en la que habitaba de la miseria en la que vivía el resto. Ella, ya viuda, giraba a la derecha al regresar de su trabajo en el aeropuerto y ellos permanecían en la izquierda. Así hasta que, en una ocasión, algo se movió por dentro de esa rutina con la que se afronta el devenir de los desarrapados en este continente y se fijó en unos niños abandonados que, en la noche cerrada, se acercaban a pedir comida. Estaban solos en un lugar conflictivo, sin nadie que les cuidara. En ese momento cualquiera en que se fijó en ellos, Jane Orifa se convirtió para siempre en Mamá Jane. «Todos son hijos míos. Mi marido me dio siete, de los que se me han ido cuatro, y Dios me ha entregado 125 más», explica ella. Todo fue aconteciendo poco a poco. «Vivía en un piso de tres habitaciones con seguridad, comedor grande, cocina y baño. Cuando me quedé viuda recogí a algunos niños que siempre me pedían que les comprara algo para comer de vuelta del trabajo. Mis hijos, los chicos y yo, compartíamos lo que teníamos, pero el dinero no era suficiente, el alquiler era caro y pagaba más de 4.000 chelines (unos 34 euros) al mes por cada niño en la escuela», recuerda. Entonces, decidió mirar a esa otra frontera y encontró allí la solución a su ajustada economía. «Cada vez tenía a más niños en casa y una de mis chicas mayores me propuso mudarnos al slum de Sinai, donde podíamos permitirnos tres habitaciones más grandes. Todo es más barato aquí».
El slum del que habla es una de las inmensas y pobres barriadas de la dual Nairobi. "Fui pagando de mis exiguos ahorros el colegio, pero tuve que vender, primero, el coche de mi marido. Los chicos tenían que seguir estudiando y yo ya no trabajaba en NAS (Servicios de Alimentación del Aeropuerto). Para mantenernos hacía pequeñas labores en las fábricas de los alrededores, pero el número de niños crecía y necesité poner en venta también mi coche y un terreno en Nairobi. Hace dos años me deshice de mi última propiedad". Mientras hablamos, visitamos la que es ahora su casa de acogida. Cruzamos cientos de chabolas donde la basura se desparrama por todas partes. Tras un estrecho callejón en el que casi no entra la luz ni cabe el aire, rodeados de chamizos pegados a uno y otro lado y pisando agua estancada llena de suciedad, llegamos a la casa de Mamá Jane. Es hora de escuela y solo están allí algunos de los más pequeños y Erik, el hijo biológico mayor, que ayuda como responsable. Serio, alto y callado, es uno de los pilares de ese submundo que funciona a golpe de generosidad e ilógica aplicada al caos. Las chabolas donde viven los críos son pobres, muy pobres a los ojos de un occidental, pero un lujo en aquel espacio. Al menos, uno en el que se puede sobrevivir. Hay camas, cierta limpieza en las habitaciones y un baño, joya del proyecto, al que acudir en condiciones higiénicas aceptables: un agujero limpio y con puerta, algo que nadie tiene en el entorno. No hay más, no hay nada, y hay mucho. Se escucha el llanto de algunos niños asustados por nuestra presencia.
Por allí asoman las cabezas de chiquillos abandonados y recogidos por ella. "Mis hijos", repite sin que le tiemble el ánimo. Personitas e historias que deambulan por aquel lugar y que desgarran al ser escuchados. Mamá Jane, sin embargo, las describe con cierta ternura. "Me siento muy orgullosa de Kenneth Mburu. Solo tiene una bisabuela, sus padres y abuelos ya murieron. Fue duramente torturado. No resultaba fácil convivir con él, era muy testarudo. Un día lo eché de casa por tratar mal a otros niños. Me quedé muy triste y decepcionada. Luego él me mandó una carta pidiéndome perdón y lo recogí de nuevo. Fue a la escuela, acabó Secundaria y ahora un sponsor español le paga el college. Mburu es de una tribu rival a la mía, es kikuio, pero me aceptó como madre y yo a él como hijo. Será presidente de Kenia", afirma.
"Tengo también una hija, Sarah, del oeste del país. No recuerda haber conocido a sus padres. Creció con un tío pero este se casó de nuevo y su segunda mujer la echó y la llevó a casa de un hombre que se presentó como otro tío suyo. Aunque tenía mujer, abusaba de Sarah. La esposa no aguantó mucho tiempo la situación y lo denunció a la Policía. Sarah terminó en el centro de Jenracy. Ahora vive con nosotros de forma segura y no le falta nada. Las dos rezamos, hablamos y hemos conseguido que mejoren sus sentimientos. Parece mayor de lo que es. Me siento orgullosa de su evolución, nadie sabe el infierno por el que ha pasado". Las historias de Kenneth y Sarah son solo dos más en un sitio en el que el reto es sobrevivir. Muchos de los niños llegan allí abandonados, sin familia que les reclame pese a que la Policía busca a sus parientes tras la denuncia de Mamá Jane. Los dejan en medio de una calle por ser un estorbo, caros... Tienen que sobrevivir en el infierno. "El 60% de los habitantes del barrio son borrachos. La principal causa de mortandad aquí son los incendios. Tenemos lámparas de parafina que provocan fuego fácilmente al caer por culpa de un mal movimiento. Nuestros suelos están llenos de plásticos y barro... Las llamas destruyen viviendas y vidas. Algún niño viene de esta situación", narra Mamá Jane. (Hace dos años un incendio arrasó buena parte de las chabolas del barrio del Sinai).
"Los cinco cubículos miserables son la envidia del resto de los habitantes del slum, un lujo en aquel espacio"
"Además sufrimos mucho sida a causa de que las parejas no son fijas y hay muchas familias rotas. Aunque a veces me envidian porque llevo a los niños mejor vestidos y alimentados que otras familias, cuando tienen problemas acuden a mí e intento ayudarles". ¿Se arrepiente de haber dejado atrás una vida confortable? "A veces paso por situaciones tan difíciles que me replanteo si lo que hago es útil y suficiente. Otras me siento triste porque he tenido que anteponer los intereses de otros niños a los de los míos, pero también son hijos de Dios y merecen el amor de una madre. Prefiero compartir lo poco que tengamos y dar de comer a todos. Nunca me arrepentiré", asegura.
Hoy vive gracias a la ayuda de algunas iglesias y de la cooperación que llega de España. En parte debido a un cúmulo de casualidades y también a la aparición de Clara Garcias, una joven española que se cruzó en su vida. "Conocí a Mamá Jane en un curso de pedagogía, ambas éramos alumnas. Me habló de su casa de acogida y escuela en el slum, me dijo que era magnífica y decidí ir a visitarla. Cuando llegué me quedé horrorizada: no había nada, los casi 40 niños estaban hacinados en una chabola con tres profesores en una cajonera", confiesa Clara. Entonces decidió involucrarse y sumar esfuerzos junto a esta mujer valiente, sentando las bases para que la iniciativa fuera sostenible y creando el Mamá Jane Project Asociation. Luego apareció la ONG madrileña Aztívate, que se encarga de suministrar los alimentos y ha profesionalizado las ayudas. "Gracias a ellos hemos conseguido dar una comida más al día a los niños, cuando yo llegué solo tenían un plato cada 24 horas. También enseñan a controlar los gastos. Las facturas se gestionan escaneándolas y enviándolas a España, y se emplea un curioso sistema que existe en Kenia de pago en las tiendas a través del teléfono móvil. Les inculcaron que deben ser corresponsables y fiscalizan todo. Los chicos recogen su comida en los establecimientos", afirma Clara. Por último, involucró en la causa a la organización The Kobo Trust Foundation, una empresa de turismo muy comprometida socialmente que se ocupa de las becas y la escuela. "Les gustó la filosofía. Ahora asumen el coste del colegio y de otra comida más para cada pequeño, que toman en el centro. También contribuyen al mantenimiento de las chabolas del slum en el que vive Mamá Jane con los críos". Cinco cubículos miserables que son la envidia de los vecinos en un lugar donde la miseria saca lo mejor y lo peor del ser humano.
La última jugada de la avaricia, de la que no está a salvo ni quien no tiene nada que dar, ha sido la compra de las chabolas. "En la actualidad tenemos alquiladas cinco a un vecino que es su dueño. Cuatro se financian con los fondos de la cooperación. Las tres pequeñas cuestan 10 euros al mes y otros 18 euros una algo mayor. Luego está la casa de Mamá Jane, la más grande, que cuesta 25 euros que paga ella de su bolsillo", explica Clara. "Entonces tomamos la decisión de comprar las chabolas y ampliar un poco la casa de acogida. Llegamos a un acuerdo con el dueño por 2.000 euros. Todo estaba cerrado. La mañana que debíamos firmar el contrato me llamó Derick, hijo de Mamá Jane, y me dijo que no fuéramos, que el propietario quería mucho más. ¿Cuánto? No lo dice", contestaba él. "Lloramos mucho, menos ella, que siempre mantiene la calma pese al engaño. Cuida a dos de los niños de este hombre que su nueva mujer ha echado de casa sin pedir nada a cambio", termina de relatar Clara. "Ahora estamos buscando un terreno que comprar para sacarlos del slum", nos aseguran en Kobo. Los niños, mientras, son terriblemente afortunados por tener una chabola medio limpia y alguien que los cuide. Lo que les esperaba de seguir en la calle era, en el mejor de los casos, una temprana muerte natural. En el peor, una temprana muerte no natural.
Pida un deseo. "Que todos los chicos tengan éxito en la vida. Quiero que compartan lo que posean con sus familias, que sean felices y salgan adelante espiritualmente", contesta esta mujer generosa. ¿Qué quiere decir espiritualmente? "Que sigan con los valores interiores que les hemos enseñado, que traten bien en el futuro a sus mujeres o maridos. Que sean buenos y buenas", responde con esa simpleza tan africana. ¿Y para usted? "Para mí quisiera una casa donde acomodar a los pequeños, una de verdad, con paredes, electricidad y agua caliente... Eso sí que sería soñar". Lo curioso es que esa casa, ella no lo advirtió, es exactamente el lugar de donde venía antes de convertirse en Mamá Jane.
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